No tengo nada a favor de la vida castrense. Por edad ni hice la mili, no creo haber perdido nada, no tengo especial cariño a un colectivo que, como si de la Iglesia Católica se tratase, siempre llega tarde a la modernidad. Llega, sí, pero tarde y después de haber dado un tiempo la barrila. Soy partidario de reducir en la medida de lo posible el presupuesto militar y de dejar de comprar lujosos aparatitos con el dinero de los contribuyentes. Vamos, que no tengo nada a favor de la vida castrense.

Dicho esto, tampoco estoy de acuerdo con la tendencia de atribuirles el peso de todo lo malo que pasa en el mundo. Como ahora en Honduras. Sí, evidentemente los que entraron a punta de pistola en la casa de Zelaya eran militares que son, por otro lado, los que tienen las pistolas. Pero no, no es un golpe militar, es una asonada general, estatal en la que los militares sólo son un factor más. Es decir, que un tipo entrase en la residencia de Zelaya sólo fue posible porque antes los señores congresistas hondureños tenían previsto hacerle la cama al líder y también fue posible porque el Tribunal Supremo del país había decidido que el jefe de Estado se había convertido en una rémora que había que eliminar. Golpe de estado sí, militar no, estos sólo fueron unos más en un despropósito colectivo.


Gordon Brown intenta en sus últimas horas de agonía malabares a los que la política no acostumbra. Tras doce años de laborismo descafeinado, la sociedad británica parece dispuesta a un cambio, quieren tories descafeinados, que es exactamente lo que representa David Cameron. Lo sabe Brown, como cualquier persona que haya tenido acceso a los resultados de las elecciones europeas del domingo, es decir, para todo el mundo al que le interese un poco el ritmo de la actualidad.

Brown, consecuentemente, sabe que no le queda pulso. A pesar de todo, está dispuesto a dar guerra, cuestión normal dada su condición de político, son gente que se dedican a esto, es cuestión de supervivencia. Para este último ataque el premier escocés ha decidido rodearse de sus mayores enemigos. En tiempos de crisis, como la que tiene el laborismo actualmente, las dagas nunca vienen de la bancada contraria, los antagonistas se sientan detrás y alientan la rebelión silenciosa mientras salen en la prensa diciendo que jamás apuñalarán a su líder, aunque ni ellos mismos crean ya en esa figura paternal y brillante que, en realidad, tampoco llegó a cuajar mucho en la persona de Brown.

Esos enemigos son su gabinete, los no dimisionarios, de hecho. Brown ha decidido aferrarse a Peter Mandelson, Alastair Campbell, David Miliband y Jack Straw. Ministros que eran importantes y ahora son superministros. De ese grupo, los que no aspiran a mover la silla para colocarse en la foto son amigos del colegio de Tony Blair, otro de los amantes de las sombras en la izquierda británica. Dar más poder a tus enemigos es una solución desesperada para mantenerte digno, conseguir que los que planean tu ejecución sean los que más tienen que agradecerte es un contrasentido que sólo se entiende en la política y en el juego de las fotografías, ese que dice que dimitir te expone durante un día con toda la luz posible pero que, si quieres más tiempo de tituares deberás continuar colocado en la primera línea, aunque sea en un barco camino de su hundimiento, como los músicos del Titanic, es mejor seguir tocando hasta el final.

No es el último movimiento desesperado de la mano de Brown. Quiere también una gran reforma de la política británica. Quiere una constitución, lores elegidos y un sistema proporcional, no mayoritario. Busca quizá pasar a la historia, una vanidad que todos los que llegan alto anhelan. El tiempo juega en su contra, no sabe bien quien le apoyará, todo está sujeto a debate pero nadie sabe bien qué camino será el tomado. Y no lo saben porque cuando el líder es de paja nadie tiene claro lo que va a pasar, el rebaño no tiene pastor. Es posible, además, que todo quede en papel mojado. Los conservadores no quieren el cambio en el sistema electoral, sus cálculos dicen que, manteniendo las cosas como están sus réditos en las próximas generales serán mayores. Los Lib-dems, principales perjudicados del sistema mayoritario (con un 20% de los votos no alcanzan el 10% de los representantes) no lo aceptan por despecho, Brown y Blair prometían en 1997 que harían esa reforma. Nunca llegó y ahora parece menos necesaria para los liberales.

Si difícil es ese cambio el de la reforma de la cámara de los lores suena a épica y estoica. Para que se de ese paso y los nobles dejen de serlo son los propios lores los que tienen que aceptarlo, es decir los que deben aceptar perder sus privilegios. Brown no es Adolfo Suárez, no parece que ellos vayan a hacerse el hara-kiri como en su día lo hicieron los próceres del franquismo.

Lo de la constitución está en la misma línea. Los británicos son un pueblo que se niega desde hace años a que le impongan un carnet de identidad alegando que es un control inaceptable de las autoridades. Y es un país que funciona sin constitución desde hace más de cuatro siglos. No parece fácil que esto también cambie.

Brown se asoma, una vez más, al vacío. Es un circo de tres pistas en los que el artista tiene que hacer malabares, pasar al ataque tras haber apuntalado un equipo de floretes en su espalda. Ahora sólo queda esperar las consecuencias. No tardarán en llegar.



Hace 20 años una imagen representó, como muy pocas han conseguido hacerlo, la libertad frente a la opresión. Un joven clavado en el asfalto veía cómo unos tanques amenazaban con devorarlo. Una cámara de fotos observaba impertérrita la estampa desde lo alto. La columna de carros se acercaba cada vez más a la víctima, segura víctima, anónima víctima. Hace poco se conoció la historia de aquel chico que se había clavado delante de los tanques, parece ser que sigue vivo, pero es mejor que su nombre no se sepa, no es fácil desafiar al opresor y salir indemne, mejor no aparecer. Las represalias existen.

Esto lo sabe el héroe anónimo, del mismo modo que lo sabía Zhao Ziyang, una de las cabezas pensantes del PCCh en aquella época. Ese conocimiento de cómo funciona el sistema le dio a Ziyang la cautela suficiente como para publicar sus memorias una vez muerto. En ellas relata como se gestó la salida de aquellos tanques y, también, como no fue escuchado.

Estos días los censores chinos tienen trabajo extra. Cada vez que escuchen la palabra Tiananmen deberán fundir en negro las pantallas, cerrar el grifo de la tinta de los periódicos o ahogar las voces que aparezcan en las radios. Tiananmen no existe, al menos no para China, por eso sólo se recordará en occidente, habrá ligeras peticiones de cambio en el gigante y se soñará, una vez más, con que los chinos puedan conocer lo que pasó en aquel junio de 1989, quiénes murieron, por qué luchaban, cuáles fueron las motivaciones del gobierno para aplastar las voces discordantes. Pero eso sólo llegará cuando hayan comprendido que levantar la voz ante el poder no es un delito, sino un derecho que acaricia el límite del deber, que su gobierno calló aquella revueltas como no comento, al menos no en alto, cuales fueron las consecuencias del Gran Salto Adelante o de la Revolución Cultural. La sociedad china hoy tiene una riqueza creciente (cuestión matizable, pero en cualquier caso, las cifras hoy son mejores que hace veinte años) lo cual es una buena síntesis de aquel adagio que dice que hay personas (o países) tan pobres que sólo tienen dinero.