Gordon Brown intenta en sus últimas horas de agonía malabares a los que la política no acostumbra. Tras doce años de laborismo descafeinado, la sociedad británica parece dispuesta a un cambio, quieren tories descafeinados, que es exactamente lo que representa David Cameron. Lo sabe Brown, como cualquier persona que haya tenido acceso a los resultados de las elecciones europeas del domingo, es decir, para todo el mundo al que le interese un poco el ritmo de la actualidad.
Brown, consecuentemente, sabe que no le queda pulso. A pesar de todo, está dispuesto a dar guerra, cuestión normal dada su condición de político, son gente que se dedican a esto, es cuestión de supervivencia. Para este último ataque el premier escocés ha decidido rodearse de sus mayores enemigos. En tiempos de crisis, como la que tiene el laborismo actualmente, las dagas nunca vienen de la bancada contraria, los antagonistas se sientan detrás y alientan la rebelión silenciosa mientras salen en la prensa diciendo que jamás apuñalarán a su líder, aunque ni ellos mismos crean ya en esa figura paternal y brillante que, en realidad, tampoco llegó a cuajar mucho en la persona de Brown.
Esos enemigos son su gabinete, los no dimisionarios, de hecho. Brown ha decidido aferrarse a Peter Mandelson, Alastair Campbell, David Miliband y Jack Straw. Ministros que eran importantes y ahora son superministros. De ese grupo, los que no aspiran a mover la silla para colocarse en la foto son amigos del colegio de Tony Blair, otro de los amantes de las sombras en la izquierda británica. Dar más poder a tus enemigos es una solución desesperada para mantenerte digno, conseguir que los que planean tu ejecución sean los que más tienen que agradecerte es un contrasentido que sólo se entiende en la política y en el juego de las fotografías, ese que dice que dimitir te expone durante un día con toda la luz posible pero que, si quieres más tiempo de tituares deberás continuar colocado en la primera línea, aunque sea en un barco camino de su hundimiento, como los músicos del Titanic, es mejor seguir tocando hasta el final.
No es el último movimiento desesperado de la mano de Brown. Quiere también una gran reforma de la política británica. Quiere una constitución, lores elegidos y un sistema proporcional, no mayoritario. Busca quizá pasar a la historia, una vanidad que todos los que llegan alto anhelan. El tiempo juega en su contra, no sabe bien quien le apoyará, todo está sujeto a debate pero nadie sabe bien qué camino será el tomado. Y no lo saben porque cuando el líder es de paja nadie tiene claro lo que va a pasar, el rebaño no tiene pastor. Es posible, además, que todo quede en papel mojado. Los conservadores no quieren el cambio en el sistema electoral, sus cálculos dicen que, manteniendo las cosas como están sus réditos en las próximas generales serán mayores. Los Lib-dems, principales perjudicados del sistema mayoritario (con un 20% de los votos no alcanzan el 10% de los representantes) no lo aceptan por despecho, Brown y Blair prometían en 1997 que harían esa reforma. Nunca llegó y ahora parece menos necesaria para los liberales.
Si difícil es ese cambio el de la reforma de la cámara de los lores suena a épica y estoica. Para que se de ese paso y los nobles dejen de serlo son los propios lores los que tienen que aceptarlo, es decir los que deben aceptar perder sus privilegios. Brown no es Adolfo Suárez, no parece que ellos vayan a hacerse el hara-kiri como en su día lo hicieron los próceres del franquismo.
Lo de la constitución está en la misma línea. Los británicos son un pueblo que se niega desde hace años a que le impongan un carnet de identidad alegando que es un control inaceptable de las autoridades. Y es un país que funciona sin constitución desde hace más de cuatro siglos. No parece fácil que esto también cambie.
Brown se asoma, una vez más, al vacío. Es un circo de tres pistas en los que el artista tiene que hacer malabares, pasar al ataque tras haber apuntalado un equipo de floretes en su espalda. Ahora sólo queda esperar las consecuencias. No tardarán en llegar.
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