La política electoral es un mundo extraño. Atractivo, pero extraño. Es materia de sensaciones que a veces es tomada por los motivos, o quizá al revés, un universo hecho para los motivos que con bastante frecuencia se ve desbordado por las sensaciones. No existe una fórmula secreta ni demoscopia suficiente como para saber reconocer el éxito o el fracaso de un candidato. Se puede hablar de muchos factores pero casi todos ellos son incontrolables y tienen más relación con la moda del momento que con cuestiones que se puedan conocer.
Se podría tener la tentación de pensar que la clave está en el programa, en las ideas, en los proyectos. Es posible que fuese lo mejor, pero es complicado pensar que eso pueda ser el ingrediente, más aún teniendo en cuenta que, en todo el mundo, los partidos se parecen cada vez más. Las ideas se clonan de un lugar a otro, quedan las marcas comerciales que las distribuyen, llamadas coloquialmente partidos políticos, pero poco más. Como si la democracia hubiese encontrado ya la manera perfecta de gobierno y nadie quisiese desviarse de esa línea, algo que poco tiene que ver con la realidad. De hecho en buena parte de occidente –y donde lo permite el sistema electoral– están surgiendo diferentes partidos radicales de éxito. Es normal, ellos venden algo diferente. En ese saco se puede meter la Liga Norte, Le Pen, el BNP o, por citar un caso más cercano, la Plataforma per Catalunya.
Pero no aspiran a ganar las elecciones. Las sociedades actuales se mueven en zonas de certidumbre, los dos primeros escalones de la pirámide de Maslow, necesidades básicas y seguridad, son dos estadios conseguidos por la gran mayoría de los ciudadanos, así que la generalidad no vota por miedo ni por necesidad. Por eso debe haber otras razones para pulsar un botón u otro. El candidato, el desgaste del adversario, algunas dosis de populismo… Por ejemplo Berlusconi es el primer ministro más estable de la historia de Italia gracias en buena parte a que era muy diferente a todo lo que había pasado por la política antes que él, no es un político, es un empresario, y cientos de miles de italianos siguen pensando que es mejor por ello –viendo los años 70, 80 y 90 del país transalpino es normal que tengan cierta aversión a la clase política–.
Más raro aún es lo que está pasando en el Reino Unido. El país hace unos meses estaba casi ansioso por cambiar de bando, al fin y al cabo llevan trece años de indefinición, de un gobierno laborista ejerciendo de conservador con sonrisa y de todo se cansa un pueblo. Tenían un problema más los británicos, el candidato conservador es exactamente igual que aquel líder que les embelesó en el 97. Es un buen motivo para desconfiar de él, no sólo que sea increíblemente rico, que lo es. Cameron se parece a Blair, es obvio, los dos tienen mucha fachada, venden ideas absolutas y transversales y parece que esconden algo. Son, como Barak Obama, productos claros de la mercadotecnia. Cameron va en bici a trabajar, pero en el coche lleva escolta y el traje que se pondrá más tarde, es uno de los tan habituales hoy líderes de imagen, no de idea. Y todo parecía una batalla entre dos, entre el continuismo y el continuismo cambiado de nombre, hasta que apareció el debate.
Estoy seguro de que dentro de unos meses, cuando se hable en las aulas del ejemplo de un debate que cambia las cosas, se seguirá utilizando el ejemplo del Nixon-Kennedy del 60 pero es poosible que el primer debate electoral de la historia británica haya rebosado aquel. Al fin y al cabo Nick Clegg era un desconocido que hacía campaña y días después se convirtió en el centro de conversación. The Independent y The Guardian abrían su edición del pasado sábado con enormes fotos del lib-dem y las estrategias de los rivales para derrocar al recién llegado, maneras de atacar al nuevo que les había dado un repaso histórico en un debate en el que perdieron los dos favoritos. Por cosas del sistema electoral –y porque aún quedan dos debates y las expectativas están muy altas– Clegg no ganará y no llegará a ser todo lo importante que hoy parece que va a ser pero, de momento, ya ha demostrado que los debates sí que valen para hacerse con algunos apoyos.
No es mala cosa, los debate son mucho más parecidos a la política real que los carteles, las fotos con niños en brazo y los discursos enlatados. Aquí al menos se juegan algo.
La película -aunque en realidad es una secuela- comienza en un avión camino de Detroit. Hay un villano, un nigeriano de Al Qaeda (como no) y un héroe, un señor de Holanda. Hasta ahí todo bien, el problema, aunque parezca suficiente problema este, pasa después. Una vez reducido el animalito, y con el holandés entre vítores, se empiezan a escuchar corbatas repitiendo un mantra. "Hay que aumentar la seguridad". Es la excusa perfecta, un loco, un poco de pánico y la opinión pública preocupada para conseguir dar una vuelta de tuerca más a la ya de por si retorcida cuestión.
En ese momento nadie recuerda que la seguridad y la libertad son dos realidades que se comen mutuamente, cuando aumenta la primera la segunda se queda anémica. A los políticos les viene mejor la seguridad, que es sinónimo de miedo, porque el miedo nos convierte en irracionales (más aún) y el pueblo que no piensa siempre es una ventaja. El pueblo callado, que no exige libertad, es la gloria para quien manda.
Por eso dicen que en los aeropuertos se extremará y nadie parece alarmarse. No importa nada que ya sea bastante angustioso el control, que sentirse vigilado no sea el culmen de los buenos propósitos y que haya que dar cuentas a media docena de personas, siempre parecerán pocos a los ojos de algunos. Porían prometer también un policía en cada esquina, algo que sin duda nos daría un mundo menos duro. Alguno dirá que quien no hace nada malo no debe preocuparse de su seguridad, pero ese axioma es falso. Cuando miran tu correo, repasan tus movimientos con cámaras o te cachean, por muy bueno que seas, te están tratando como a un sospechoso.
Hay, además, una cuestión que nadie esgrime pero que está ahí. Los aumentos de la seguridad no valen de nada. Volverán a subir terroristas a los aviones, a los trenes y al metro y nada ni nade podrá pararles. No es una cuestión de estar más encima, es la imposibilidad de detener lo irremediable. Es incómodo, pero es así, no existen porras en el mundo para reducir el mal. Y sin embargo volverá a pasar, habrá otros intentos, otros villanos, otros héroes y la misma retahíla de corbatas pidiendo menos libertad.
La democracia no es perfecta. De hecho el cursilismo tradicional del profesorado la ha definido a veces como "el menos malo de los sistemas". Los problemas de la democracia son muchos y muy variados, quizá el mayor de todos es que la gente, la mayoría, se equivoca. Ha pasado a veces y el tópico marca a Hitler como fallo paradigmático, pero hay más de esos, países que llevaban más de una década con un partido encallado a la corrupción y la inmundicia que, con una campaña más o menos agraciada, conseguían mantenerse cuatro años más.
No son los únicos errores. La democracia tiene un problema (que a la vez es una bendición y su esencia) en la alternancia. En la conferencia de paz de Potsdam, en 1945, Stalin se encontró como interlocutores a Truman y Atlee. Acostumbrado a Roosvelt y a Churchill aquello fue coser y cantar. En el caso del primero lo que le quitó del medio fue la enfermedad, al segundo su propio pueblo la democracia. Lo de la permanencia de Stalin no estuvo nunca en entredicho. En las relaciones internacionales, a veces, ese plus de fuerza vale bastante aunque no por eso cambia la idea de pensar en la democracia como algo positivo.
Por último, la democracia se equivoca en sus designios. Suiza presume de sociedad plebiscitaria, como en Estados Unidos es habitual recurrir a consultas para enmendar leyes. Ayer fueron a urnas alentados por el miedo y un partido xenófobo, ese partido que hablaba en las últimas elecciones de las ovejas negras refiriéndose a los inmigrantes. El miedo ha ganado, han conseguido hacer pensar a su pueblo que el enemigo es too aquel que va a una mezquita, que la inseguridad es por su culpa, que han ido hasta Suiza para hacerles la vida imposible. Esto, que escrito así parece una cuestión cómica, ha terminado con la prohibición de construir más alminares.
Hoy algún sesudo analista dice que no se puede tolerar al que es intolerante cometiendo así un doble error. Por un lado cree que toda una religión es intolerante y todos sus seguidores lo son, por otro lado se olvida que, lo que hace a nuestra cultura algo superior, más libre y más avanzada, es precisamente haber superado el bíblico "ojo por ojo, diente por diente".
Los euroescépticos son un satán de andar por casa. Cuando salen artículos sobre ellos se les representa como lunáticos empeñados en ir contra el progreso y que ven un mundo lleno de peligros que terminaran con las esencias de váyase usted a saber qué. Esa caricatura tiene bases reales, la mayoría de los euroescépticos son quijotes modernos que hablan de la nación y ven comunistas por todas partes. Junto a ellos están los británicos, a los que no se puede meter en el saco de locos de remate pero se les puede despachar con un "ya se sabe son británicos" frase que podrían perfectamente completar con un "y conducen por la izquierda" para cerrar el tópico.
El caso es que, por otros motivos a los normalmente expuestos, hay motivos sobrados para ser cada día más euroescéptico. No creo que sea un problema de concepto general sino de desarrollo del mismo. Es decir, me parece atractiva la idea de una Europa unida en la que se olvidan rencillas tradicionales, que favorece un comercio común, una política extrerior que permita a los países tener voz, ayuda al desarrollo y demás conceptos teóricos que lleva aparejados la idea. Pero las cosas se hacen mal, porque esos líderes que no dejan de hablar de la democracia le dan un sablazo a la misma cada vez que se reúnen.
Por empezar con un detalle, el presidente del Parlamento Europeo es un cargo rotatorio entre los dos grandes partidos. Dura cada uno de ellos media legislatura y es un cargo de consenso, es decir, que obvia lo que dice el ciudadano. Porque de nada vale que un grupo tenga una abrumadora ventaja en número de escaños, su hombre sólo estará la mitad. Esto es una enorme patada a la democracia, una prostitución de una institución que todo el mundo espera democrática.
No es el único caso, esta semana hemos tenido ración grande de antidemocracia en la elección de las dos personas que serán la cara de la UE durante los próximos años. El problema no es que ellos dos sean personas faltas de carisma o similar sino el modo de elección. Han montado un mercado persa en el que unos y otros vendían sus productos a gritos mientras pactaban precios. En primer lugar, no es normal de nuevo la división por ideologías, uno para cada uno y que no haya problemas. Luego hay que subdividir el consejo para determinar las cuotas nacionales y encontrar dos personas anodinas para no quitar protagonismo a los grandes líderes (justo era esto lo que pretendía el texto, pero no se enteraron ni los que lo hicieron) paridad, como no, no vaya a ser que se olviden y, al final, engendro. Una vez más la democracia y las ideas fueron lo último que aparecía en la lista de requisitos.
Fue un día de octubre, es de suponer que hacía frío porque el escenario era Berlín. Poco importaba que los termómetros se congelasen en las calles, Alemania del este empezaba a desentumecerse y no iban a esperar a la primavera para levantarse. Las calles se llenaron de gente indefensa e inerme pero, por primera vez en cuarenta años, con ganas de gritar que no les gustaba su realidad y que había llegado el momento de cambiarla.
Ya con Enon Krenz como cabeza visible de la RDA el congreso fue a votar una ley. Se esperaba, como no, una mayoría aplastante e incontestada, la unanimidad absoluta a lo requerido por el líder, aunque este fuese nuevo tras la caída de Honecker. No pasó, unos pocos miembros del partido Liberal (partido marioneta hasta ese día) y alguno más del oficialista SED votaron en contra de lo propuesto. Horst Sindermann, presidente de la cámara, no daba crédito. Él tenía que contar los brazos que permanecían relajados en la mesa mostrando disconformidad con lo ocurrido. Era la primera vez que algo así pasaba y tuvo que auxiliarse de un ujier para esa tarea, Sindermann no sabía contar o, si sabía, en aquel momento no lo demostró. La impresión de que todo había cambiado estaba presente en aquella sala, pero era mucho más potente fuera de esos muros. Las iglesias permanecían repletas de gente que no dejaba de gritar pero que en ningún caso tiró mano de una piedra para amedrentar al opresor y no por falta de motivos, la República Democrática Alemana, como casi todo el bloque del este, eran lugares parecidos a la novela de Orwell 1984, donde toda vida era escrutada dentro de los límites designados por el régimen.
Los días en los que aconteció esto hoy son historia. La gente en la calle, las instituciones autoinmolándose, la caída del muro, la alegría más plena de reconciliarse con una ciudad siamesa, separada por un muro y un sistema antagónico. Berlín dejaba tras de sí una historia de pesares y abría sus puertas al mundo, han sido 20 años de reconstrucción en los que se ha ido olvidando todo lo que pasó durante cuarenta años en los que la felicidad era sospechosa.
Un pequeño detalle más. En un capítulo especial del Ala Oeste, el primero hecho tras la caída de las Torres Gemelas, uno de los personajes recuerda algunas ocasiones en los que se venció la tiranía sin necesidad de verter una sola gota de sangre. Se olvida de Alemania y, en general, de todo el bloque del este con la notable excepción de Rumanía. Supongo que estaban cansados de tanto miedo y tanto dolor y, para todo eso, sólo vale la esperanza y la ilusión, sentimientos antagónicos al a violencia. el vídeo, que dejo aquí, habla de terrorismo, pero no es difícil extenderlo a otros campos.
http://www.youtube.com/watch?v=NDsY8qCxLHQ
Que existe un bipartidismo más o menos perfecto es una obviedad. Es decir, dos formaciones que, en teoría, responden a dos líneas diferentes aunque amplias de pensamiento hegemonizan la vida política en cada uno de los países del hemisferio occidental. Luego hay partidos residuales de poco tamaño aunque gran empeño. Italia, que antes no era así sino un enorme mosaico de partidos pueblerinos, ahora también ha llegado a ese punto (estoy siendo dadivoso con la semidesaparecida izquierda italiana, pero bueno, dejémoslo ahí).
Cada cierto tiempo salen intentos más o menos loables (algunos de ellos ni siquiera eso) de partir la dicotomía. Le Pen, Besancenot, Bayrou, Lafontaine, los liberales alemanes, los verdes alemanes, los Lib-dem ingleses... ejemplos hay, pero sus éxitos siempre son relativos al tamaño de la formación. Es decir, que Die Linke de Lafontaine saque miles de votos es asombroso, pero no está, por el momento, para aspirar a ser la voz mandante en nada.
El caso es que al final son dos y, lo que es peor, hay gente que quiere que se pongan de acuerdo. Existen analistas que comentan siempre las bondades de una gran coalición, del dialogo por el dialogo, de los grandes acuerdos de Estado. La gran mentira. Es decir, en un Guerra Mundial puede ser hasta necesario, en la reconstrucción de un país es aconsejable, pero en el mundo real debería dar alergia la simple propuesta. Si los grandes se ponen de acuerdo nos habremos quedado sin opciones. Si la oposición es gobierno deja de existir. Si viven juntos, llegamos a Alemania. Y es el peor momento de la política, ver un debate entre dos personas que dicen lo mismo, una vejación a la democracia porque no existe esta si no existen ideas enfrentadas. Ese es el juego, cada uno propone una cosa y se impone la que la mayoría del pueblo quiere. Eso, no que cada uno propone una cosa que se parece sospechosamente a lo de su rival y, al final, se crea un híbrido.
Y por eso nos encontramos con ese debate que debe estar en las peores pesadillas de los padres de cualquier democracia en el que la mayor divergencia es que Merkel quiere quitar las tropas de Afganistan en cinco año y Steinmeier, osado, propone que salgan en 2013, es decir, en cuatro. Si esa es toda la divergencia y el mayor revuelo es que la política alemana definitivamente ha muerto.
Me refiero, como no, a la política entendida casi como un arte, aquello de la oratoria, la persuasión y las ideas. No a ocupar cargos gubernamentales. Los dos grandes partidos alemanes CSU y SPD se enfrentan en las urnas pero, en realidad, todos quieren un resultado que cambie todo para dejarlo todo igual. Es decir, Merkel dice querer pactar con los liberales, pero cruza los dedos para que eso no pase. Vive muy bien sin oposición en el parlamento, con el otro grupo domesticado y con unas políticas moderadas para las que no hay que pensar mucho. El SPD lo firma, sigue apoltronados en el gobierno, sin exposición y, además, sin la necesidad de pactar con su izquierda con la que, objetivamente, se llevan peor y tienen más discrepancias que con Merkel. Un pacto perfecto para todos menos para los ciudadanos, que se tienen que tragar una vez más un debate sin ideas.
Ni siquiera los mejores politólogos del siglo XX, los guionistas de los Simpson, imaginaron algo así. Para ellos Kang y Kodos, una de las mejores sátiras del bipartidismo, eran dos monstruos que pensaban igual, pero ni siquiera tenían la necesidad de pactar, sólo de darse la mano para la transmisión de proteínas. De hecho, Homer votó por Kodos y se supone que gobierna Kang. En Alemania Kang y Kodos gobiernan juntos.
Pongamos como punto de partida que nosotros, los occidentales, somos los buenos. Lo sé, es mucho decir, hay mucho que discutir y cientos de cabos que atar, pero tomemoslo como inicio del tema.
Con esto sabido ¿para qué necesitamos los servicios secretos? Para comenzar debo decir que no creo en los secretos de Estado, es más, me parecen una de esas grandes mentiras que se esgrimen una y otra vez. Es el culmen de la falacia, que un Estado le diga a sus ciudadanos lo que debe y no debe saber actuando más como un padre protector que como un organizador social. El primer papel es inaceptable para cualquier sociedad más o menos moderna. Pudo valer en la era ilustrada, con aquello de todo para el pueblo pero sin el pueblo, pero hoy en día la propuesta es falaz.
No existe ningún motivo para que el Estado se arrogue el derecho a hacer cosas en secreto durante un tiempo ilimitado y sin rendir cuentas a nadie. Las operaciones policiales pueden tener un espacio de oscuridad hasta ser resueltas, pero para eso no se necesita un cuerpo que viva del secreto y actúe perpetuamente a espaldas de los ciudadanos.
Alguno dirá que el enemigo (o los enemigos, que los hay y son innegables) actúan en las tinieblas y que hay que utilizar sus armas para amordazarles. Así lo único que se consigue es ponerse a su nivel, transitar la ilegalidad y utilizar métodos pérfidos para fines loables (cuando estos son loables, que no siempre pasa).
Vivimos imbuidos en un estado del miedo. Nos plantan en la cara la existencia de manos negras muy dispuestas a destruir nuestra forma de vida y, con ese supuesto por bandera, nuestros gobernantes se afanan en proponer casi cualquier cosa, por obscena que parezca. Jean De Menezes murió en el metro de Londres por ese histerismo de seguridad, porque el Estado se empeña a hablar de seguridad y se olvidan de que un mundo en el que lo seguro es enfermizo es mucho menos libre y, consecuentemente, peor. No es un caso aislado, es sólo un punto sangriento. Tony Blair pasó sus días pidiendo que se aumentara el tiempo de detención de un preso por motivos de terrorismo. No le parecían muchos 28 días de detención sin ningún tipo de cargo, sólo por una sospecha. Él pedía 42, más de un mes con alguien metido en una cárcel sin una acusación ninguna sólo esgrimiendo la seguridad como excusa. Blair pensaba que sus ciudadanos así serían más libres por estar más seguros, pero la realidad plantea lo contrario, una ampliación de la seguridad es siempre un recorte de las libertades.
Hace poco más de un mes Dick Cheney era acusado por haber dejado a los servicios secretos excederse de sus ya de por si excesivas prerrogativas. Comentaba el antiguo vicepresidente que no se podía hablar del tema, que criticar las torturas de la CIA era casi un pecado porque, hablando de ellas, las posibilidades de éxito de las mismas eran menores. En resumen, que poner en duda los métodos antiterroristas y las leyes patriotas era fortalecer el enemigo. Una vez más mentía, sólo se hace fuerte al enemigo cuando se le aceptan sus métodos y se utilizan las mismas maneras de hacer las cosas. Cuando se pone uno a la altura del terrorista sólo se está emponzoñando y, ya de paso, subiendo la categoría moral de ese enemigo contra el que se está actuando. No en vano, si utilizamos sus métodos es que consideramos que estos son aceptables.
En España también tenemos un largo rosario de desfachateces de nuestros servicios secretos. Han secuestrado, asesinado, torturado, extorsionado, escuchado a sus propios ciudadanos, han mentido siempre y han tenido líderes supremos como Alberto Sainz, un tipo que consideraba la pesca submarina como un secreto de Estado (peor aún fue cuando le dieron la razón y declaró ante la comisión de secretos, es decir, cuando se le escondió el tema a los ciudadanos).
Por último hay un tema, para mi menos importante, que es la inoperancia de estos cuerpos. Quizá en la Guerra Fría, cuando eran los estados los que se peleaban y los que se espiaban, esto tenía algún sentido. Hoy no es así, los terroristas actúan impunemente, tiran torres, revientan estaciones, usan armas bacteriológicas y las estructuras secretas del estado sólo caminan como un pato mareado a punto de caer en la cocina de un restaurante chino. Son, además de obscenas, muy inútiles.
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