Que existe un bipartidismo más o menos perfecto es una obviedad. Es decir, dos formaciones que, en teoría, responden a dos líneas diferentes aunque amplias de pensamiento hegemonizan la vida política en cada uno de los países del hemisferio occidental. Luego hay partidos residuales de poco tamaño aunque gran empeño. Italia, que antes no era así sino un enorme mosaico de partidos pueblerinos, ahora también ha llegado a ese punto (estoy siendo dadivoso con la semidesaparecida izquierda italiana, pero bueno, dejémoslo ahí).

Cada cierto tiempo salen intentos más o menos loables (algunos de ellos ni siquiera eso) de partir la dicotomía. Le Pen, Besancenot, Bayrou, Lafontaine, los liberales alemanes, los verdes alemanes, los Lib-dem ingleses... ejemplos hay, pero sus éxitos siempre son relativos al tamaño de la formación. Es decir, que Die Linke de Lafontaine saque miles de votos es asombroso, pero no está, por el momento, para aspirar a ser la voz mandante en nada.

El caso es que al final son dos y, lo que es peor, hay gente que quiere que se pongan de acuerdo. Existen analistas que comentan siempre las bondades de una gran coalición, del dialogo por el dialogo, de los grandes acuerdos de Estado. La gran mentira. Es decir, en un Guerra Mundial puede ser hasta necesario, en la reconstrucción de un país es aconsejable, pero en el mundo real debería dar alergia la simple propuesta. Si los grandes se ponen de acuerdo nos habremos quedado sin opciones. Si la oposición es gobierno deja de existir. Si viven juntos, llegamos a Alemania. Y es el peor momento de la política, ver un debate entre dos personas que dicen lo mismo, una vejación a la democracia porque no existe esta si no existen ideas enfrentadas. Ese es el juego, cada uno propone una cosa y se impone la que la mayoría del pueblo quiere. Eso, no que cada uno propone una cosa que se parece sospechosamente a lo de su rival y, al final, se crea un híbrido.

Y por eso nos encontramos con ese debate que debe estar en las peores pesadillas de los padres de cualquier democracia en el que la mayor divergencia es que Merkel quiere quitar las tropas de Afganistan en cinco año y Steinmeier, osado, propone que salgan en 2013, es decir, en cuatro. Si esa es toda la divergencia y el mayor revuelo es que la política alemana definitivamente ha muerto.

Me refiero, como no, a la política entendida casi como un arte, aquello de la oratoria, la persuasión y las ideas. No a ocupar cargos gubernamentales. Los dos grandes partidos alemanes CSU y SPD se enfrentan en las urnas pero, en realidad, todos quieren un resultado que cambie todo para dejarlo todo igual. Es decir, Merkel dice querer pactar con los liberales, pero cruza los dedos para que eso no pase. Vive muy bien sin oposición en el parlamento, con el otro grupo domesticado y con unas políticas moderadas para las que no hay que pensar mucho. El SPD lo firma, sigue apoltronados en el gobierno, sin exposición y, además, sin la necesidad de pactar con su izquierda con la que, objetivamente, se llevan peor y tienen más discrepancias que con Merkel. Un pacto perfecto para todos menos para los ciudadanos, que se tienen que tragar una vez más un debate sin ideas.

Ni siquiera los mejores politólogos del siglo XX, los guionistas de los Simpson, imaginaron algo así. Para ellos Kang y Kodos, una de las mejores sátiras del bipartidismo, eran dos monstruos que pensaban igual, pero ni siquiera tenían la necesidad de pactar, sólo de darse la mano para la transmisión de proteínas. De hecho, Homer votó por Kodos y se supone que gobierna Kang. En Alemania Kang y Kodos gobiernan juntos.